martes, 17 de mayo de 2011

Duerme...

Cae la noche y te resistes a encontrar el reiterado camino hacia tu lecho. Sientes la pesadez de tus párpados como a ese viejo amigo que anuncia el descanso. Dejas atrás el recuerdo de los sinsabores del día y te sorprendes esperanzado en un amanecer mejor.

Es esa pequeña lumbre que da la esperanza la que revitaliza tus dormidas extremidades y te impulsa a tomar el tren de las tres paradas, cocina, baño y cama. Casi sin darte cuenta estás dormitando en el trono de los vasallos mientras algún exaltado desde la FM de los disgustos de la mañana, trata esta noche (como todas las otras) de convencerse a sí mismo de lo injusto que resulta que su equipo de fútbol no lo gane todo.

Al fin consigues las fuerzas para llegar hasta tu dormitorio, y cuando caes postrado con la lápida de un nuevo día sobre tu espalda, parece que morfeo te ha dado esquinazo y se ha perdido en las sombras de la cálida oscuridad.

Miles de pensamientos atiborran entonces a tu pobre cerebro, que amasaba apenas hace unos minutos el dulce deseo de un descanso merecido, impidiéndote conciliar el ansiado sueño que, por creerlo conseguido, ahora se antoja imprescindible.

¿Qué puede mantenerte despierto cuando ya atisbaba el onírico descanso tan deseado? ¿Porqué tu piel se enfría bajo el vello encrespado? ¿Porqué sientes cosquillas en la nuca y el sudor resbala por tu frente ahora recorrida por profundos valles de preocupación y extrañeza?

Tratas de engañarte y sentirte ignorante de la inquietante verdad, persistente y obcecada en hacerse recordar. Das vueltas y vueltas, luchando por arrinconar tu conocimiento, intentando vencer a tus miedos y tus sospechas, no oyendo lo que no quieres escuchar tras la puerta, negando los crujidos de las bisagras y el sordo rumor de los pies que se arrastran y las gargantas ahogadas en murmullos de muerte.

Hasta que al fin, la mentira se desliza sobre ti como un castillo de naipes riega la mesa recién encerada. Un contenido silencio repentino que hace que una sonrisa asome en tu rígido gesto. Una pequeña brisa que llena de aire tu pelo sudoroso. Un segundo de paz que, tal vez por ser el último, se antoja eterno. Y entonces...

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