miércoles, 25 de mayo de 2011

La noche que la vi

Estaba resplandeciente. Un brillo encantador envolvía sus cálidas formas mientras saltaba despreocupadamente sobre el bordillo de la acera. No pude desviar mi mirada. En comparación con ella, todo parecía gris, anodino, frío y vacío. Muerte vestida con alegres colores casi invisibles para mi.

Escuchaba ruidos estridentes de los que no entendía su origen ni su significado, y apreciaba con desgana el movimiento continuo del mundo a su alrededor. Quise decirle algo, quise llamar su atención, quizá incluso ¿alertarla? No, eso no. ¿Por qué? Solo quería apreciar de cerca esa luminiscencia amable y alegre que no me cansaba de mirar, mientras me acercaba.

De pronto ella me miró. Sonrió con una media sonrisa nerviosa, o quizá no fuera esa su intención, no lo sé. Pero sí que la vi alejarse, de forma rápida, a la carrera, sin dejar de mirar hacia atrás, hacia mi. Sin duda era una llamada, un reto, una promesa. Como si me hiciese falta algo más que su propia esencia para tentarme y hacerme seguirla a donde quisiera llevarme.

Pero cayó. Tropezó torpemente con un pequeño escalón y cayó sobre el duro cemento con un sonido apagado y distante, que casi no pude percibir. Quise auxiliarla, darle un abrazo, besarla.... Quise ser ella. Llenar su vacío interior y apoderarme de su luz imperecedera.

Sentí un fuerte dolor. Vi su cara contraerse en una extraña mueca de horror y sentí como me derramaba en un surtidor de fuego e hielo, frente a su rostro atemorizado cubierto de perladas lágrimas. Y no volví a verla. Pensé que eso me hubiera importado, que sería algo que no podría sobrellevar después de haberla deseado tanto. Hasta que comprendí, que ahora, yo era ella.

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